16 de noviembre de 2013

Quejido de Luna Republicana


Sólo la majestuosa luna de Granada fue testigo de la sangre vertida a orillas del Genil durante, la que fue, la peor noche de verano del 36. Los gatos bajaban de la Alhambra embriagados con el aroma a romero y jazmín de aquel camino, acompañándome hasta la puerta en la que, sin duda alguna, me recibirían con los brazos abiertos.

Acababa de llegar a Andalucía, era la primera vez que visitaba aquella tierra de olivares y pueblos de geranios colgados en los blancos muros de sus casas. En Madrid, cogí un tren que me paseó por Córdoba y Antequera antes de alcanzar mi último destino: la residencia de mi amigo Joaquín. Nos conocimos en Barcelona en el 23, cuando aún éramos unos críos. Yo pertenecía a los «pioneros» de Leningrado y él, que por entonces tenía unos 15 años, militaba en las juventudes comunistas de Granada. Mi padre mantuvo siempre buena relación con los miembros del PC español y les alentaba a participar de la recién creada tercera Internacional. Si el pobre hubiera llegado vivo hasta hoy, no creo que hubiese resistido el trágico destino que amenazaba a España.

Tocando a la puerta de madera, recordaba la última vez que nos vimos y cómo, desde entonces, me había esforzado por aprender ese precioso idioma: el español, moldeado y coloreado por la gracia del pueblo andaluz. Sorprendido, Joaquín me saludó tachándome de loco por haber viajado hasta allí con la que estaba cayendo. Me invitó a pasar. Después de dejar mi triste macuto en el dormitorio, me sirvió una buena taza de café y nos sentamos a la mesa. Fuera casi estaba amaneciendo, los rayos de luz sonrosados y los tonos anaranjados se hacían con el lienzo del cielo de la calle. Yo temía por mi amigo, por eso estaba allí. Cualquiera que hubiese trabajado como funcionario durante la República corría un grave peligro y Joaquín había ocupado hasta hacía unas semanas un buen puesto en la delegación. Yo sabía que pedirle regresar conmigo era como exigirle al Guadalquivir que corriera hacia atrás, pero aún así quería intentarlo. Se negó en rotundo, él jamás abandonaría su tierra, lucharía por ella hasta el final.

La agradable brisa de la mañana se convertiría más tarde en los albores de una tormenta de verano. Las calles, las alcantarillas e incluso los árboles del parque del Triunfo respiraban de manera tensa y quebradiza. La gente se cruzaba con sus vecinos, que los miraban como por la mirilla de un rifle. Joaquín compró el periódico, el hombre del quiosco nos advirtió que no llegásemos hasta la plaza de los reyes católicos porque, al parecer, los militares andaban por allí. Disimuladamente agradecidos, seguimos nuestro vagabundeo por la resplandeciente ciudad tiznada de un gris de silencio y miedo. No había transeúnte que no llevase el paso rápido y tímido de quien prefiere que las sombras no le descubran en su caminar.

Nos encontramos en Puerta Elvira, monumento a la herencia árabe de aquella hermosa localidad, un suspiro del recuerdo que ahora nos observaba sentenciosa como si, tal vez, supiera leer nuestros pensamientos en el rumor del aire. En la avenida principal se habían estacionado varios tanques del ejército, las aceras temblaban y rechinaba en el ambiente un frío susurrar proveniente de la mismísima boca del abismo. Por la calle bajaba corriendo un joven de boina saltarina que gritaba casi sin aliento «¡Han detenido a Federico!». Aquella calamidad nos dejó tan estupefactos que casi no nos dimos cuenta de la compañera que se nos acercaba por la derecha. Venía avisándonos de que habían denunciado a Joaquín. Si no salía pronto de Granada, correría la misma suerte que el poeta. Aquella tarde de cielo encapotado y asfixiante calima, Joaquín decidió unirse a un grupo republicano que, según tenía entendido, se escondía en las Alpujarras. Todo estaba listo, saldríamos de madrugada.

Aquella sería la última vez que vería a Joaquín, y, como si el destino nos hubiera advertido de aquello, nos despedimos el uno del otro a la salud del poeta detenido, mientras que en la taberna bailaban y cantaban las gitanas. La danza de un caballo al son de una guitarra y la voz rasgada del cantaor acompañaban aquella noche que parecía estar escribiéndose a fuego en los libros del infierno.

Yo estaba dentro de la casa cuando llegaron. Y escuché cómo le detenían sin poder hacer nada por él. Quise ir con el pobre Joaquín y permanecer a su lado hasta el final, pero una de las vecinas me lo impidió, me volvió a meter en la casa refiriendo que con un muerto ya era suficiente. Se lo llevaron y sólo los perros se despidieron de él. Intentó escapar, según dijeron días después, incluso pudo alcanzar la orilla del río. Pero nada más, las aguas se lo tragaron. El llanto de un búho cerró la noche entre sábanas manchadas de sangre, anunciando la muerte de un poeta y la de tantos otros andaluces que dieron la vida por la libertad.

Yo me quedé a luchar por la dignidad de esta tierra y el recuerdo del bueno de Joaquín. Pero perdimos la guerra y, ahora, sentado en una mugrienta celda de una cárcel de Málaga, escribo estas líneas matando el tiempo antes de que el tiempo sea quien acabe conmigo.

Quejido de Luna Republicana, 23-10-2011

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