16 de noviembre de 2013

MIEDO

 

La Tierra, la hermosa Gea, con su torrente de vida, ahora estaba muriendo con rapidez a manera de despedida juiciosa. Subidos en aquel armatoste ni siquiera nos atrevimos a mirar nuestro hogar ahora ahogado por la contaminación más estrepitosa. Nadie pronunció palabra alguna al observar desde el espacio aquella gigantesca canica envuelta en una atmósfera asfixiante, nadie fue capaz de devolverle su aterrada mirada. Varios satélites pasaron cerca de los ventanales de nuestro vehículo rozando uno de los laterales. Aquello se sintió como una turbulencia exagerada que no vaciló en asestarnos una buena sacudida. Un zumbido ensordecedor se alejó envolviéndonos en el silencio infinito del universo. Empaquetados como equipaje sin dueño, recorrimos los más de 380 mil kilómetros necesarios para acoplarnos al transbordador en el que realzaríamos aquel viaje fallido en busca, quizá, de nuestra volátil humanidad. En poco tiempo el azul eléctrico que un día emitió nuestro planeta se empobreció hasta agotarse en aquel gris parduzco que evitaba cruzarse en nuestro recuerdo. Y desde allá arriba, nos dimos cuenta de todo el mal que había causado la raza humana, cómo habíamos puesto en jaque a todo un sistema vital casi único en el Universo. Ya sobre la Luna, los oficiales empezaron a encaminarnos a todos hacia nuestros asientos dispuestos en hileras por todo el habitáculo, parecíamos ovejas encarriladas hacia el frío matadero. Nos condujeron hasta la corredera de embarque, donde los temblorosos paneles sujetos con tornillos tiritones se helaban en la gélida superficie lunar. Uno a uno observamos desde una tímida ventanilla la flaca bandera norteamericana que dejaba al descubierto nuestro propio holocausto.

Nos esperaban meses de viaje hasta alcanzar el cinturón de Kuiper. Una vez allí, la gran maquinaria, a manera de barco de vapor, se detuvo casi por completo. Llegados a este punto, era necesario recalcular la ruta y reiniciar los sistemas de dirección. El viento de la nada azotaba los gruesos cristales de los ojos de buey de la nave. Durante el tiempo de espera, los cuarenta y siete tripulantes de la Kirilo nos manteníamos en alerta, cada uno en su puesto, a la expectativa del comienzo de la misión para la que nos habían preparado. Entre los miembros de aquella tripulación se encontraba el personal médico especializado en emergencias en el espacio, el grupo de defensa, los ingenieros, pilotos y el equipo de investigación científica. Todo aquel gran equipo era imprescindible para la realización de las tareas que nos ocuparían a partir de aquel momento. Un de las fases más inestables, pero crucial, consistía en la activación del sistema artificial de gravitación. La Kirilo tenía forma de una gran rueda, la cual iba unida por 25 radios al anillo central, donde se encontraba la unidad cuántica de telecomunicaciones, ingeniería y el puente de mandos. Esta estructura facilitaba la simulación de fuerzas centrífugas que producían la sensación de gravedad. Sin embargo, debido al elevado consumo de combustible, la activación del sistema gravitatorio sólo se mantendría en la actual etapa del viaje. Un potente zumbido de creciente aceleración inundó los pasillos de la nave a la vez que la voz del capitán se hacía eco a través de los altavoces. Las unidades científicas accedieron a los módulos teleféricos ubicados a los extremos de los radios de la Kirilo. Poco a poco las decenas de personas que, sólo hacía un instante flotaban en el aire, posaron tímidamente sus huellas en un suelo brillante y metálico que les atraía lentamente. Una vez listos, los paneles de propulsión se incendiaron y la Kirilo comenzó a navegar pesadamente en una órbita parsimoniosa alrededor de nuestra más antigua divinidad terrestre, el Sol.

Por fin, llegamos a aquel lugar maldito, donde sólo quedaban las ruinas de la antigua estación espacial Mefodii. Sumida en la gélida oscuridad del vacío, se encontraba abandonada la cáscara metálica de nuestro futuro. Dentro de la Kirilo, el sistema de ventilación pareció detenerse, la respiración de cada uno de nosotros quedó suspendida por una sensación pasmosa al observar aquella masacre. De la superficie helada del asteroide, en que en su día se erguía el orgullo arquitectónico de nuestra más audaz colonia científica, ahora emanaban los gemidos del desastre. Y ante nosotros, resguardados en una vulnerable burbuja ensamblada con tornillos y tuercas viejas, el océano cósmico bramó intimidando a nuestros ojos con su magnificencia. La energía que bullía de aquel rincón del universo perdido desgarraba nuestros miedos más primitivos. La escena era horrible: la vieja estación espacial, ubicada 40 años antes en aquel olvidado asteroide de la galaxia, había sido destruida por completo. No podía tratarse de ningún meteorito que hubiese impactado, los datos de los sensores refutaban la hipótesis de que aquella catástrofe no había sido provocada por causas naturales. La estación Mefodii había sido el primer puesto avanzado de escucha espacial en busca de señales de radio provenientes de las profundidades del cosmos; el asteroide hacía las veces de una gigantesca antena parabólica que oteaba los cielos. Por lo tanto, su destrucción significaba un golpe muy duro al mayor monumento histórico a la superación humana. Los huesos de aquella estructura exánime habían abrazado la esperanza, la ilusión y el despertar de la raza humana. Habiendo dejado atrás la mediocridad y la asfixiante ignorancia e hipocresía del hombre como especie, el pueblo de la Tierra comenzó durante décadas a labrar el camino hacia la búsqueda de la esencia de su existencia. Cayeron regímenes, desanclamos las cadenas de la esclavitud, desapareció el hambre y la pobreza casi por completo; la ansiedad que oprimía a nuestro mundo se convirtió en libertad. La sabiduría, el afán de conocimiento y el espíritu de unidad se elevaron sobre las cabezas de la codicia, la banalidad y el odio. Y aquel fantasma era un monumento abatido de nuestro esfuerzo. Ninguno de nosotros conseguimos evitar el recuerdo de aquellos libros de texto de Historia en los que narraban el comienzo de lo que allí, a bordo de la Kirilo, parecía haber sido atacado. "Todo comenzó con el primer viaje a la Luna. “Aquel maravilloso punto azul” visible desde la superficie de Selene iluminó las pupilas de los soñadores cautivos. Luego vino Gaia, la nueva Tierra, descubierto en 2043 por dos astrónomos de la provincia bohemia de la Supranación germánica: era un planeta a sólo 12 años luz del nuestro. Más tarde, se hicieron realidad los miles de cuentos sobre el planeta rojo; la primera misión tripulada a Marte vino marcada por el hallazgo de toda una serie de cuevas subterráneas que recorría aquel dios griego, se trataba de canales artificiales de una remota civilización perdida, nuestros hermanos cósmicos. Y a partir de entonces, cansados de la desgarradora soledad que oprimía a nuestro planeta, emprendimos el viaje en busca de aquellos hermanos perdidos. Así nació la Mefodii en la década de los 60, y así parecía haberse esfumado en la hostilidad de aquel barrio de asteroides.

Nuestra misión consistía en hallar las causas de la destrucción de aquel puesto de escucha. Sin embargo, ante el desastre y las tinieblas de las que eran testigos los sensores, una bofetada de terror primitivo nos hizo agazaparnos entre la maleza de nuestro instinto. El tiempo se alargaba en la distancia en que podíamos sentir el último latido de la estación arrasada. Comprendimos al instante el horror que debieron sentir los más de cien especialistas que trabajaron durante años en la estación, seres humanos, resguardados del frío estelar, que se enfrentaron a lo desconocido en su último suspiro.

Aquella grave sensación de derrota se apaciguó a causa de las luces de los teleféricos y los destellos producidos por el reflejo de las estrellas en lo que quedaba de la estructura de la Mefodii; sin embargo, el olor a cenizas -como en el campo de la batalla perdida- se mantenía intenso y penetrante. Las sondas comenzaron su trabajo, lanzamos varias series P1 y P2 para corroborar el alcance de los daños. A su vez, extendimos los brazos y las grúas de nuestro navío cósmico para llevar a cabo la recogida de escombros. Los primeros cascotes de acero subieron a la nave con grandes dificultades debido a su tamaño, los ingenieros hicieron un delicado trabajo con las sierras cum láser y minutos más tarde aquellos trozos de metal acabaron en la mesa del laboratorio. Se podía comprobar a simple vista que habían sido expuestos a una potente explosión de varios megatones; como resultado, la estructura había cedido e incluso derretido en su mayor parte. Los químicos dieron buena cuenta de los restos de la Mefodii. Hacía varios meses, el viejo satélite Hubble había detectado una potente llamarada proveniente de aquel punto del cosmos en el que nos encontrábamos, ahora sabíamos que el oxígeno del sistema de ventilación de la estación hizo arder el combustible que la mantenía. Los científicos dieron con las pruebas que corroboraban la teoría de que se habían producido dos explosiones casi simultáneas: una, en el núcleo y, otra, provocada en la estructura externa de la Mefodii. Aquella hipótesis sólo podía atender a un ataque de origen desconocido y probablemente intencionado. Muchos de los materiales aparecían vidrificados, por lo que podíamos asegurar, casi con absoluta certeza, que un proyectil atómico había impactado contra la estación espacial haciendo que ésta saltase en pedazos.

Las horas nos sumían en la desesperación, aquel descubrimiento dantesco no tenía sentido. ¿Por qué la Mefodii había encontrado aquel final? ¿Por qué el destino de cientos de personas, que luchaban por un sueño, fue tan violento? ¿Quién era capaz de provocar tanto dolor y marcharse sin dar explicación alguna? Quizá aquellos hermanos a los que buscábamos con tanto anhelo habían manchado de sangre lo que debía ser un hermoso encuentro celeste. Pero, ¿por qué? Muchos intelectuales y filósofos de éste y otras épocas habían alertado de la hostilidad de "nuestros dioses", y no pocas fueron las advertencias contra los "visitantes de las estrellas". No, Ellos no. En la Kirilo nadie comentaba nada, nuestros labios estaban sellados, pero todos pensábamos lo mismo: La ilusión, la esperanza que había unido al pueblo terrestre se había fundamentado en la idealizacion de los Otros; esos hermanos que quizá nos crearon en una probeta miles de años atrás, o que, simplemente, nos guiaron en el devenir de nuestra propia Historia. Y ahora el temor a la caída del mito nos sumía en el silencio de quien ve temblar los cimientos de su fe. La bandera de nuestra civilización ondeaba a media asta. De repente, la voz del oficial de comunicaciones resonó alto y fuerte desvelando una señal de radio que se repetía de manera periódica. Desde el descubrimiento de la comunicación cuántica, la cual permitía conexión directa y sin retardo entre cualquier central de transmisión, la radio había pasado a un segundo plano. Sin embargo, los sensores de recepción de la Mefodii habían detectado un mensaje en aquella longitud de onda hertziana. El ruido inundaba la grabación haciendo ilegible la transmisión. Finalmente, con ayuda de las potentes computadoras fue posible la limpieza de la grabación, y con un procesador lingüístico de última generación, la decodificación fonética del mensaje fue el siguiente: HARTS-HARTS-HARTS-HARTS-HARTS-HARTS-HARTS-HARTS. No a pocos tripulantes les palideció el semblante al oír de manera continuada esta serie de sonidos. El capitán estaba seguro de que aquella palabra era la clave.

En mitad de la noche perenne del cosmos, estudiábamos las causas físicas del suceso. Pero, no nos engañemos, lo que perseguíamos era una cuestión mucho más compleja, pretendíamos responder al quién y al porqué de la destrucción de la Mefodii. De nuestro informe dependía todo un planeta, un hermoso planeta que resurgía cual fénix de sus cenizas y que, ahora recibía un duro golpe a décadas de renacimiento como especie. Teníamos hasta la hora de la cena, momento en que apagaríamos el sistema de gravedad artificial y, con todas las pruebas y fotografías recolectadas, pondríamos rumbo de regreso a la Tierra. Sin apetito, la tripulación masticaba a un ritmo lento y sincronizado; los ojos de los comensales se perdían en la inmensidad de una reflexión colectiva. Ya quedaba poco y no habíamos dado con ningún indicio claro del agente enemigo. ¿Qué podía significar aquella palabra: harts? Uno de los oficiales se levantó de su silla e hizo pedazos el papel que tenía en la mano. Llevaba rato garabateando las letras H-A-R-T-S y ahora, al igual que su ánimo, aquella página yacía troceada en el suelo, reflejo de la desesperación de aquel tripulante. Todos le observaban taciturnos. De súbito, un joven militar empezó a alzar la voz y a lanzar gritos de espanto al ver aquellos trocitos de papel tirados: “eto nie harts, a strah[1]”.

Una potente luz cegó los ojos de los sensores y de las personas que en ese momento estuviesen cerca de una ventana. De la nada apareció una nave impresionante, gigantesca y tan oscura como el universo. Fuesen quienes fuesen habían estado allí todo el tiempo, ocultos tras algún asteroide. Eran Ellos. Encendieron unos dispositivos ubicados a los lados de aquel coloso y comenzaron a disparar a nuestra nave.

Habíamos contactado con los dioses. Eran hermosos, en una grabación que recibimos mientras nos bombardeaban, pudimos observar sus rasgos. La belleza de unos seres que amaban la vida y que se habían visto obligados a destruirnos para defender los pilares de una filosofía muy antigua. Habían estado recibiendo las ondas de radio que emitimos durante años desde la Tierra, fueron testigos en diferido de décadas de historia terrestre, desde la subida de Hitler al poder, e incluso de la caída del muro de Berlín o la guerra de Vietnam y las reyertas constantes en Jerusalén. Y por eso repetían una y otra vez, en la lengua del primer cosmonauta humano: Strah, strah, strah...

Los dioses nos tenían miedo.

Fin


[1] No es harts, sino strah (miedo). Trasliteración del ruso.

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